Oaxaca es a menudo descrito a partir de su complicada orografía –muchas veces representada con la imagen de una hoja de papel arrugada–, la que por siglos ha determinado enormes dificultades en las comunicaciones y los intercambios. Sin embargo, también se distingue por su gran variedad de climas y microclimas, que han permitido el cultivo de los más diferentes productos agrícolas provenientes de tierras tanto frías como tropicales, además de asegurar la presencia de una amplia diversidad de especies animales y vegetales.
La diversidad natural se corresponde con la presencia de quince grupos étnicos distribuidos en las ocho regiones que configuran la actual división administrativa de la entidad. En el territorio se hablan dieciséis lenguas diferentes, a su vez caracterizadas por más de un centenar de variantes. La enorme riqueza cultural del estado tiene su expresión más evidente en los atuendos, gastronomía, producción artesanal, música, bailes, cosmogonía, relación con la naturaleza, entre otros elementos que marcan la vida de los pueblos originarios.
El investigador Salvador Sigüenza nos informa que la palabra guelaguetza, de origen zapoteco, tiene connotaciones de ayuda mutua y reciprocidad en momentos cruciales de la vida (bodas, nacimientos, defunciones), y ha sido expresión de solidaridad y confianza en el mundo indígena.
Las fiestas de los Lunes del Cerro, como también se le conoce a la Guelaguetza, se componen de manifestaciones diversas que remiten al pasado prehispánico, a las tradiciones coloniales y a la necesidad de construcción identitaria del Estado posrevolucionario. Como parte sustancial de ellas, las celebraciones se realizan el lunes siguiente a la fiesta de la Virgen del Carmen (16 de julio) y a la conmemoración de la muerte de Benito Juárez (18 de julio). El lunes posterior tiene lugar la Octava, como se conoce a esta culminación de los festejos.
En ese lapso, la música, bailes, vestimentas, artesanías y productos de la tierra traídos por las delegaciones de los pueblos originarios de los más distantes rincones del estado se apoderan de la ciudad, llenando de colores, melodías, sabores, olores e idiomas diversos lugares del centro de la capital oaxaqueña y sus alrededores.
La Guelaguetza es una manifestación cultural compleja, en la que convergen tanto los aspectos mercantiles y las diferencias e inequidades étnicas como una genuina celebración comunitaria que exalta la convivencia entre estilos de vida diversificados, como lo demuestra el entusiasmo de las delegaciones que se preparan con profunda disciplina durante todo el año.
Si bien lo que hoy conocemos como Guelaguetza ha querido vincularse, incluso, con rituales prehispánicos (en honor a Centéotl, diosa mexica, o a Pitao Cozobi, deidad de la cosmogonía zapoteca), su origen se encuentra a principios de la década de los treinta del siglo XX, cuando empezaron a implementarse las políticas de inserción de la entidad en la nueva vida institucional del país.
Desde los años veinte, el régimen posrevolucionario, con un genuino interés por transformar el país, pero también concentrado en afianzar y centralizar su poder, impulsó un proceso de construcción de la “identidad nacional” y una cruzada para integrar al proyecto al “México atrasado”, conformado por los pueblos indígenas. Este proceso fue encauzado a través de un programa educativo sin precedentes, que llevó la mística de símbolos e historia patria a pueblos y comunidades, a los que además se alfabetizó y castellanizó, procurando arrasar sus propias culturas y lenguas. Como asegura el antropólogo Jesús Lizama Quijano, “el etnocentrismo y el estigma guiaron las políticas indigenistas a lo largo de la mayor parte del siglo XX”.
Paradójicamente, las culturas y tradiciones de los pueblos originarios fueron reivindicadas como elementos esenciales de la cultura nacional, depositarios de una misión ancestral: constituir el México moderno. Intelectuales e ideólogos del régimen participaron de la construcción de un mito en el que todos los regionalismos fueron integrados en una forzada unidad. A los indios les correspondió representar el glorioso pasado prehispánico que fecundó, junto a los conquistadores españoles, el ideal mestizo de la “raza cósmica” proclamada por José Vasconcelos en su obra homónima.